Raíces de un pueblo, de plantas y de viejos fusiles.
12/01/2018 Día D +407
Vereda
Resguardo ancestral de Pioyá Sath Tama Kiwe
Municipio
Caldono
Departamento
Cauca
En un paraje escondido al suroeste de Colombia, siguiendo el costado occidental de la Cordillera Oriental de Los Andes, allí por donde corre raudo el río Naya rumbo al Océano Pacífico, una columna de humo se levantaba desde el techo de una cocina, confundiéndose con la niebla espesa. En el interior, negro de hollín, tres piedras redondas –el padre, la madre y el hijo– sostenían el fuego frente a la cara joven de Blanca. Para muchos se trata de un fogón, para Blanca y su pueblo, es la tulpa, el espacio sagrado donde se transmiten los saberes y se cuentan las historias. Con unos granos de maíz en la mano o unas cerezas coloradas de café, frente al fuego, Blanca escuchó la voz que salía de la radio: …asesinado… padre Álvaro… balazos… Santander de Quilichao…
De inmediato Blanca dejó a sus pequeños hijos al cuidado de una vecina y con el otro creciendo en su barriga y una mochila terciada, salió rumbo a Santander de Quilichao. Echó a andar por los caminos que parecen cicatrices en la piel de la montaña y, tras 9 horas de marcha, finalmente llegó, la manifestación era ya enorme. Ella, como los demás, tenía el corazón herido y henchido de rabia.
El padre Álvaro, a diferencia de todos los que solían predicar entonces desde los púlpitos dorados, no era blanco, no era mestizo. El padre Álvaro, Álvaro Ulcué Chocué, como su amiga Blanca, era indígena nasa. Él fue el primer cura indígena en Colombia y, desde las capillas y por las montañas, no sólo habló del dios de los católicos, habló de tierra usurpada, de derechos, de fuerza indígena.
Blanca y todos los que se reunieron en los días siguientes para protestar por la muerte del Padre, arengaban entre el humo de las llantas quemadas señalando como culpables a los cañicultores de la región, a los grandes hacendados, a miembros de la policía, al F2 (organismo de inteligencia militar de la época). Se lanzaron piedras, se dispararon balas. Hubo heridos del lado de la población indígena adolorida por la muerte del padre y también del lado de los uniformados de la policía.
Hasta ese día, Blanca había estado cumpliendo con sus tareas de docente de escuela mientras evadía la diana que tenía dibujada en el pecho y sobre la que apuntaban las armas de los guerrilleros del Comando Ricardo Franco *, que por entonces ya empezaba su plan paranoico de limpieza de todo lo que oliera a infiltraciones en sus filas o a delatores en la región.
Comando Ricardo Franco, grupo guerrillero disidente de las FARC, recordado por ejecutar la masacre de Tacueyó. Entre noviembre de 1985 y enero de 1986 los dirigentes del Ricardo Franco torturaron y mataron al menos 164 militantes de sus filas, acusándolos de ser infiltrados del Ejército Colombiano y la CIA.
El padre no fue el primer muerto durante aquellos años en que el Cauca, tierra de montañas y valles fértiles, que se fue llenando de gente armada; años en que los hijos de los dueños milenarios de esas tierras, se organizaron y decidieron que recuperarían lo que sus abuelos, los ancestros Nasa, les habían dado en herencia: el territorio.
Eso le decía también su amigo Moncho, eso le decía su esposo Maximiliano, a lo mejor algo semejante le decía su mamá mientras extendía la cabuya en el tendal. Todos ellos se fueron, todos murieron. Blanca se quedó y hoy con la cabeza canosa, cubierta por el sombrero, camina por el Páramo sagrado en Tierradentro, territorio de los indígenas Nasa. Blanca saluda a los espíritus y les hace pagamento sobre la misma tierra que ha visto a tantos pasar, a tantos morir. La misma donde hace mucho tiempo nació Quintín Lame, el hombre Nasa que se volvió leyenda y, décadas después, nació Quintín Lame, la guerrilla indígena.
En el Cauca, desde épocas de la colonia española, los Nasa y los Misak viven en resguardos, pero la presión para ir reduciendo sus tierras comunales para engrosar las de los colonos y terratenientes, expulsó a muchos y a otros los volvió terrazgueros de las grandes haciendas. Aunque los hacendados negaban cualquier oportunidad, algunos indígenas, como Quintín Lame, aprendieron la lengua de los blancos y sus leyes para defender los resguardos.
A principios del siglo XX las luchas para abandonar el terraje y fortalecer los resguardos continuaron y la violencia contra quienes seguían a Manuel Quintín Lame, se desató. Los resguardos fortalecidos y los indios orgullosos de su pasado y dueños de su destino no era algo que a los terratenientes, las autoridades locales y los colonos les interesara estimular o al menos permitir
Para los años setenta, el Cauca seguía siendo escenario de las luchas indígenas por la tierra y la cultura. La gente organizada empezaba a protagonizar La Recuperación de la Madre Tierra para rescatar las tierras usurpadas a los resguardos y la propiedad colectiva y, una vez más, con la lucha por la tierra, vino la violencia.
– Maximiliano, mi esposo, era un indio inteligente, muy inteligente. Pero en esa época lo que yo hacía era pelear porque él no vivía conmigo, porque él no permanecía conmigo. Es que a nosotros nos han educado en una sociedad en que la vida del hogar es estar con las ollas, trabajando, acumulando.
Blanca recuerda que por esos días, en que Maximiliano permanecía muy poco tiempo en casa, empezaron a llegar los guerrilleros del M19*. Eran diferentes a los lugareños, eran altos, blancos y negros que llegaban a media noche o antes de que despuntara el sol.
En ese entonces, en que el Ejército y Los Pájaros empezaron a apresar y matar aún más líderes recuperadores, justificando ahora que se trataba de guerrilleros, con mil argumentos Blanca trataba de que Maximiliano, – que ya era llamado Maximiliano Moctezuma por el M19- dejara de pensar en las armas.
Los entrenamientos continuaron y las armas y los armados siguieron arribando. En 1979, el M19 hizo lo que llamaron Operación Ballena Azul, una acción espectacular donde, tras meses de inteligencia, consiguieron construir un túnel por el que accedieron al Cantón Norte, una edificación del Ejército colombiano en Bogotá que vista de lejos les hacía pensar en un enorme cetáceo. En plena celebración de fin de año, los guerrilleros consiguieron sacar más de 5000 armas de uso privativo del Ejército y dejarles estampada en la pared una frase célebre del superhéroe cómico latinoamericano: “No contaban con mi astucia”. Muchos de aquellos fusiles, del que es aún hoy el robo de armas más grande en la historia de la subversión colombiana, fueron a dar a Tierradentro, en el Cauca. Tras las armas llegó el Ejército y la represión. Perseguían y encarcelaban no sólo a los miembros del M19, a los sospechosos de colaborarles y a los indígenas armados, también cayó la represión sobre el CRIC, organización legal que continuaba con firmeza la lucha por la tierra y la pervivencia de la cultura. Los caminos se militarizaron y las aprehensiones masivas se sucedieron unas a la otras.
Lo que vino después fue una guerra con múltiples bandos. Mientras el Movimiento Armado Quintín Lame se formaba y fortalecía, El M19 salió rumbo al sur, a Caquetá, para resguardarse tras la persecución que se desató después de la Ballena Azul y fue entonces cuando las FARC, con su Sexto Frente, se apresuraron a consolidar su presencia y poder político en las montañas del Cauca, donde el CRIC estaba ya fortalecido como autoridad en territorio indígena. Las disputas fueron muchas, muchos los muertos e intimidados. Las FARC, según cuentan, trató a los recuperadores de tierra como cuatreros y ladrones y protegió a los hacendados. En este escenario, el Movimiento Armado Quintín Lame, independiente ya de cualquier otro grupo armado, se consolidó como una guerrilla que fundamentalmente daba apoyo a las acciones de recuperación de tierras, la ampliación de los resguardos, la defensa de las autoridades indígenas y el derecho a una organización autónoma.
Blanca recuerda con claridad a Maximiliano sacando, cada tanto de algún agujero entre la tierra, armas de aquellas del Cantón Norte; las sacaba, las limpiaba, las aceitaba y volvía a ponerlas bajo tierra, como si se trata de un cadáver o una semilla de maíz, las enterraba en un lugar que sólo él conocía. Esas armas estaban a su cargo y sólo las entregaría cuando se decidiera, en comunidad, qué se haría con ellas.
Blanca también recuerda aquel día de 1984, estaba en un congreso con el Padre Álvaro en Tolima, poco antes de que lo mataran. Ya juntos llevaban algunos años hablando en privado y en público de la mujer indígena, de la necesidad de que se reconociera su papel en la defensa de la vida y el territorio. Blanca recuerda una llamada telefónica, casi vuelve a escuchar la voz del otro lado de la línea:
Blanca sabía que Maximiliano no llegaría a viejo, seguramente también él lo sabía. Poco tiempo antes de recibir esa llamada, ella preocupada, había estado haciendo medicina tradicional con un Mayor espiritual, un The Wala, como le llaman los Nasa, que con las plantas sagradas y la sabiduría del Trueno accedió a Maximiliano, quien espiritualmente le dijo:
–La gente me pregunta y a los que no son de confianza yo digo que a él lo mató el enemigo, pero no. A Maximiliano lo mataron ellos mismos, por eso, porque él me decía: yo no voy a entregar armas.
Blanca se cruzó por primera vez con Maximiliano cuando ella sólo tenía 13 años, fue allá, en el Páramo sagrado en Tierradentro donde él nació, en la población más cercana al lugar más sagrado del pueblo Nasa, la laguna donde Juan Tama *, el hijo del Trueno y la Estrella, se fue a descansar tras haber venido a la tierra a luchar contra la invasión de los colonos españoles y a enseñar a su pueblo cómo defender el territorio.
Luego, llegó la amenaza del Comando Ricardo Franco y salió huyendo camino al río Naya con sus hijos, hasta que la noticia en la radio del homicidio del Padre Álvaro, la trajo de vuelta. Y entonces retumbaban en su cabeza las palabras aquellas que él le había confiado : “Si me matarán a mí, ustedes quedarían para seguir luchando”. Y lo que vino fue lucha.
Maximiliano se fue, el padre Álvaro se fue, a Moncho lo mataron en una emboscada, la mamá de Blanca murió cuando un camión cargado de cabuya se despeñó por un camino. Se fueron muchos recuperando la tierra para los resguardos, otros disparando los fusiles y recibiendo los impactos. En el territorio fue aumentando el narcotráfico con la amapola, la coca, la marihuana y con esto llegaron los grupos paramilitares.
Mientras la guerra mutaba y crecía como un monstruo de muchas cabezas, en alguna montaña caucana, muchas semillas echaban raíces. Entre el frijol, el maíz y la amapola, crecían como plantas también los ombligos de los hijos de Blanca y los demás Nasa recién nacidos que, como manda la tradición, son enterrados bajo las cenizas de la tulpa o al pie de un árbol macizo. Junto a los ombligos en la tierra, fueron también echando raíces los fusiles que sembró Maximiliano, germinaron los cañones y los gatillos de las armas que no llegaron a ser disparadas.
Blanca se hizo líder, fue gobernadora de su resguardo y desde allí tuvo que seguir lidiando con la guerra en forma de escuadras armadas y de aviones fantasma que de repente sacudían las montañas con su estruendo de fuego y, alguna vez, con su caída en picada por las balas que recibía desde abajo.
Blanca se hizo abuela con la llegada de sus nietos y se hizo Mayora, que para las comunidades Nasa implica no sólo contar con varias décadas de vida sino con una historia invaluable, con un acervo de conocimiento cultural, espiritual, con la capacidad de ser guía.
La Mayora Blanca habla en nasayuwee * con la montaña mientras deja caer chorros de chirrinche sobre el suelo que ella ha pisado cientos de veces para llenarse de fortaleza, el suelo donde nació Maximiliano y que recorrieron hombres y mujeres con el fusil al hombro. El suelo de Juan Tama y de Quintín Lame, el hombre. El suelo por donde aún la vida de los que nunca han tomado las armas transcurre de cara a los dioses Nasa.