Los caminos del fotógrafo.

Peregrinajes en la morada de los dioses.

15/02/2017 Día D +76

Yarí

Municipio

San Vicente del Caguán

Departamento

Caquetá

Manos campesinas blandiendo sus machetes rompían a tajos la selva para sembrar la hoja sagrada de Los Andes. Unos cinco o seis campesinos tumbaban una hectárea de bosque al día, después quemaban lo tumbado y entonces ahí, ponían la semilla. Casi un año después de la siembra se obtenía la primera cosecha. El papá de Perga, era –a lo mejor sigue siendo– uno de esos campesinos que, con la mano desnuda, raspaban los arbustos de coca arrancándole las hojas hasta que su piel, como la selva, se les abría en tajos. La esposa de aquel campesino, tan jovencita ella, estaba otra vez embarazada. Un día de Mayo de 1983, el parto sucedió inesperadamente en el rancho, el niño se adelantaba dos meses, aunque lo cierto es que nadie llevaba muy bien la cuenta. Cuando el hombre entró a la habitación la mujer jadeaba cansada, a su lado estaba el bebé aún unido a ella por el cordón.

-Usted no tuvo un niño, lo que parió fue un pedazo de perga.

Eso dijo el viejo con desprecio cuando vio al niño diminuto y morado, morado como el perga: permanganato de potasio; ese químico sólido y cristalino que se usa para extraer impurezas de la pasta de cocaína, pero también para oxidar el veneno de algunas serpientes y para curar las úlceras de los animales que luego caminan por ahí sin saber que tienen pelos y piel marcados de morado.

De eso hace 33 años y, aunque del morado en la piel no le quedó nada, él sigue siendo Perga. El apodo de infancia terminó por convertirse en su remoquete de guerrillero en las FARC-EP. Él, piel tostada y manos enormes y rugosas de campesino, mira de refilón el televisor que recién han puesto en la entrada del campamento guerrillero, donde varios hombres, un par de mujeres y un niño miran concentrados la pantalla en la que un tipo de pantalones ajustados, salta acrobáticamente sobre los techos de varios carros mientras dispara su ametralladora en medio del caos nocturno de una gran ciudad.

Ahí, junto al televisor, sentado bajo el tendido de plástico que hace las veces de techo sobre su cama de paja y guadua, Perga revuelve papeles y ropa. De una estaca a poco más de cinco metros, cuelga su fusil. Unas camas más allá, una chica duerme sobre su pecho, lleva un pantalón verde militar y una diminuta camisa rosa; la base de su espalda es acariciada, como al descuido, por la enorme mano de un hombre tendido a su lado, él ve el techo agitarse por el viento y susurra alguna anécdota divertida que comparte con otro que está de pie, casi sobre ellos.
Perga, con la camiseta remangada que deja al descubierto su barriga, saca de su maleta un computador, sonriente digita la clave de acceso.

–Se perdieron muchas. Es que mi novia, la monita que está allá, le cambió la contraseña y luego se le olvidó. Tocó a la fuerza echar a andar el computador y, pues todo lo que había ahí se perdió. Pero luego hubo otras fotos, bastantes fotos.

Perga clickea sobre una carpeta: Caños y cascadas. Abre una más: Tepuyes y rocas. En la pantalla se despliegan decenas de imágenes. Cadenas montañosas de cumbres planas. Caídas de agua que desgajan paredes pendientes. Ríos vistos desde una canoa en movimiento. Una mujer medio sumergida en un arroyo. Dos hombres de verde oliva sonriendo delante de un paisaje imponente de montañas lejanas.

En una de las regiones más inexploradas de Colombia, en lo que algunos consideran un quimérico reducto a través del cual es posible echar una ojeada al pasado prehistórico, una unidad guerrillera hasta hace pocos meses, machete en mano, abría frágiles caminos y remontaba los violentos raudales del río Apaporis y el Mesay. Cada guerrillero llevaba entre sus pertrechos un Galil calibre 7,62mm, una Prieto Beretta Cougar 8000, y un machete; entre la dotación de Perga había además una Sony HDR-CX405, una pequeña cámara de video que permite hacer fotografías apaisadas.

 

Perga y los suyos caminaban como seres diminutos en medio de colosales columnas de piedra arenisca, islas surgidas de entre la selva con más edad que nuestra memoria colectiva, antiguos gigantes que hacen parte de una estructura geológica que bien podría ser el abuelo sabio de todo cuanto hay en la tierra. Se trata de un conjunto de tepuyes, esas montañas abruptas de paredes verticales y cimas planas o redondeadas como cúpulas que, según los entendidos, fueron bautizados en lengua indígena pemón*, que traduce «morada de los dioses». Estos tepuyes, conforman Chiribiquete, una basta serranía que se levanta en medio de la selva Amazónica colombiana entre Caquetá y Guaviare.

Los Pemón, son un pueblo indígena que habita la zona sureste de Venezuela, en la frontera con Guyana y Brasil.

Antes de la hilera de guerrilleros, otros visitantes habían pisado ya Chiribiquete. Casi tres siglos antes, fueron misioneros franciscanos y militares españoles en busca de los escurridizos habitantes, los indígenas que, un siglo después, vería un naturalista y antropólogo alemán que estudiaba los rincones amazónicos. Luego vinieron los caucheros que los sometieron a la cruel esclavitud y la muerte para sangrar los árboles y extraer el látex. Después, en la década de 1940, arribó Evan Schultes, el explorador memorable que recorrió Colombia y otros países buscando las plantas sagradas y luego examinando la selva amazónica para dar con la especie de caucho que sacaría a Estados Unidos de una crisis en medio de la guerra.

Los siguientes ojos foráneos que avistaron Chiribiquete, llegaron casi cincuenta años después. El geólogo Jaime Galvis cámara en mano y el filósofo ocupado del pensamiento indígena, Fernando Urbina, miraron de frente los sobrecogedores jaguares, los hombres alineados como ejércitos o sentados en trance mágico, los perros feroces, la serpiente ancestral de donde surge la vida, todo trazado desde hace unos 20.000 años en los abrigos de las enormes rocas-isla. Después, fue Carlos Castaño-Uribe, entonces director de Parques Nacionales, quien desde un pequeño avión vio toda la vastedad de la serranía. A partir de entonces, descendieron de helicópteros y remontaron ríos los expedicionarios de diferentes disciplinas. Los científicos vieron los dibujos milenarios, las aves, las rocas, los chorros, las cascadas, las plantas que no estaban en ningún herbario del mundo, vieron parte de lo que antiguos hombres habían visto, de lo que Perga y los demás guerrilleros de su unidad alcanzarían a divisar después.

En 1989 se alinderó y se declaró a Chiribiquete* Parque Natural Nacional, una enorme reserva que tiene hoy, tras algunas ampliaciones, el tamaño de Haití. Dicha declaración indicaba un triunfo del sector científico, pero también implicaba que Colombia, como Estado, de repente había descubierto el monumental dinosaurio que dormía en la parte posterior de su casa, a muchos kilómetros de distancia de Bogotá.

Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete cuenta con extensión aproximada de 2’782.354 Ha, siendo así el área protegida más grande del Sistema de Parques Naturales Nacionales y del Sistema Nacional de Áreas Protegidas de Colombia. +SABER MÁS

El gigante Chiribiquete, sus diminutos habitantes y las piedras que estos dibujaron como testimonio de su presencia, permanecieron cientos, miles de años protegidos de la mirada foránea gracias a la barrera natural de selva que los rodea y a la incapacidad de un Estado de ver más allá de su centro. Quienes sí vieron esas enormes ventajas, fueron los emprendedores de la boyante industria del narcotráfico. En 1984, sobre Chiribiquete volaron los aviones de la policía de Colombia y agentes encubiertos de la DEA. Venían siguiendo el rastro de un transmisor satelital instalado en unos tanques de éter –un precursor indispensable en la fabricación de la pasta de coca– que viajaron desde New Jersey y fueron a parar en medio de la selva colombiana. El éter, y luego el bombardeo, llegaron a Tranquilandia, un enorme complejo cocalero propiedad de Pablo Escobar, los hermanos Ochoa y Gonzalo Rodríguez Gacha. Muy cerca de allí, el papá de Perga y los demás campesinos de su vereda, arrancaban las hojas que, a lo mejor, alimentaban los nueve laboratorios de Tranquilandia. Después de transformada, la cocaína salía cargada en aviones que despegaban de las pistas clandestinas en Chiribiquete, una de ellas instalada sobre la cima plana de un tepuy. Allí cerca, la policía encontró maquinas de coser y uniformes que parecían pertenecer a guerrilleros de las FARC-EP. A partir de este hallazgo, públicamente y en las altas esferas de la política, se hizo evidente la conexión entre las FARC y el narcotráfico y, por primera vez, inicialmente en boca del Lewis Tambs, embajador de Estados Unidos de entonces, las FARC fueron para el mundo entero una “narco-guerrilla”.

En 1996, en un poblado a orillas de río Guayabero, en el Guaviare, Perga, siendo un niño campesino de 13 años, entró a engrosar las filas de la guerrilla y a vestir las mismas insignias encontradas 12 años antes en Chiribiquete, las del Frente 7 del Bloque Oriental. A cientos de kilómetros de allí, en operación coordinada de varios frentes, las FARC atacaban un destacamento militar en las Delicias, Putumayo. Muertos, heridos y 60 prisioneros de guerra que partieron en balsas por el río Putumayo y Piñuña Blanco espoleados por los fusiles guerrilleros. Algunos meses después, el ataque fue a un grupo de infantes de Marina en Juradó, Chocó. Muertos heridos, y otros diez prisioneros de guerra. Los 70 hombres se convirtieron en “canjeables” según las FARC, quienes estaban dispuestos a devolverlos si a cambio regresaban el mismo número de guerrilleros presos en las cárceles de Colombia. En junio de 1997, tras intensas negociaciones que duraron meses, sucedió el intercambio en un paraje de Caquetá despejado de la presencia militar. Después vino el ataque a Patascoy, a El Billar y al fortín antinarcóticos de la policía en Miraflores que se ubicaba en la calle principal del pueblo, en medio de las casas sobre las que volaron las pipetas de gas, los morteros, las balas de la guerrilla, de la policía, del ejército.

Más de 30 años después de “Yari 84”, como se llamó a la operación contra Tranquilandia, y tras 20 años desde su ingreso a las filas de las FARC, la unidad de Perga recibía la pequeña cámara acompañada de algunas muy precisas instrucciones. Se trataba de una misión que les había sido asignada, algo había que filmar, algo que fotografiar, alguna información había que juntar con el pequeño aparato que a lo mejor ninguno de ellos, en principio, sabía operar con destreza. Los guerrilleros caminaban, a lo mejor huían, eran la avanzada de una operación o, tal vez la retaguardia del grupo. Iban rumbo a desarrollar la misión, o ir en medio de la selva era en sí mismo la misión.

Perga caminaba entre los otros y, cámara en mano, cada tanto oprimía el obturador. Aturdido miraba las cumbres planas como monumentales mesas de piedra. A través del visor miraba el suelo pisado. Veía, como la boca desdentada de una fiera, un socavón en la piedra. Miraba a sus camaradas casi cubiertos por el velo de agua de una cascada. Click click, click, click. Perga caminaba en hilera con los demás guerrilleros y, juntos podrían verse, si es que alguien los viera, como aquellos exploradores aventurándose en un lugar sin tiempo.

A lo mejor él, a diferencia de Shultes, no evoca a dios al recordar las imponentes montañas de arenisca, aunque es posible que, conmocionado, recuerde el manto de neblina espesa que en las noches se tiende sobre los cerros y que al despuntar el sol ya se ha desvanecido. Puede que alcance a intuir que la vida allí es especial, que los seres que allí prosperan, a lo mejor, no es posible encontrarlos en otro rincón de la naturaleza. Puede que sepa que el suelo que pisaron sus botas de caucho fue el hogar de los dioses de otros pueblos, fue el principio del mundo de los indígenas karijonas y sus antepasados milenarios.

¿Y quién viene siendo el bueno?

Suena la voz del niño. También suena, furioso, el traqueteo de una nueva balacera en la película que algunos guerrilleros ven en el campamento temporal. Las balas de película se detienen para dar paso a una escena donde un tipo con porte de poderoso discute con otros en un sala de grandes ventanales.

El otro, el otro es el bueno

Contesta alguno entre los que miran la pantalla sin despegar el ojo.

A escasos metros, en la otra pantalla, las fotos pasan sin mayor comentario del fotógrafo, que las mira con el orgullo de quien ha obturado. Aunque no se encuentran en ningún rincón de las fotos de Perga, quien las ve puede sospechar que entre las enormes manchas verdes se esconden murciélagos, armadillos, micos, tigrillos, colibríes de color esmeralda, hormigas gigantes y escarabajos coprófagos haciendo rodar su comida cuesta arriba.

Detrás de las montañas se alcanza a intuir a un águila arpía atravesando el verdor para alzar en vuelo una presa tres veces más pesada que ella misma. Loros de colores vibrantes, enormes colonias de aves saliendo de una cueva en medio de la noche negra. Babillas, mariposas, nutrias. Animales que sólo los ríos conocen, gente que sólo las piedras antiquísimas han visto, sonidos que únicamente los dioses han escuchado y encerrado entre las paredes verticales de las montañas.

El ojo de Perga a través de la cámara vio todo aquello, vio lo que las fotos no muestran, vio rostros, vio animales, vio columnas de humo elevándose sobre las hogueras, vio restos de lo que fue un campo de entrenamiento guerrillero donde se alcanzaban a distinguir fragmentos de cilindros de gas oxidados entre la manigua; vio los restos de Tranquilandia bombardeados hace 32 años. A lo mejor, Perga vio también a «los aislados», aquellos indígenas con los que nadie ha conseguido hacer contacto. Como les sucedió hace años a aquellos otros guerrilleros, unos desertores que huían entre la selva y, en medio de su lucha por escapar, alcanzaron a ver entre la manigua, a unos hombres dibujando sobre la piedra, como lo hicieran otros miles de años antes. A lo mejor Perga también los vio, notó que contenían la respiración para continuar viviendo al abrigo de sus lugares sagrados, sin existir en los inventarios de «los blancos», en sus libros, en sus listas de ambiciones.

Chiribiquete vio a los dioses errando, vio a los hombres y otros animales surgiendo del agua y vio a la serpiente sagrada. Chiribiquete vio la hoja de coca convertirse en cocaína, la vio viajar en los aviones o dirigirse al sur siguiendo las viejas rutas del caucho. Chiribiquete vio muchas veces el fuego caer desde los aviones armados. Vio a los hombres y mujeres guerrilleras marchando en hilera, escuchó llorar a un niño recién nacido en la fila de gente armada, vio a tres estadounidenses, notó que eran prisioneros. Chiribiquete vio pasar, como una ventisca, miles de años desde que se elevó, durante la infancia de la tierra. Chiribiquete vio a Perga con su fusil al hombro y con la cámara empuñada. Chiribiquete lo ha visto todo, y no ha sido vista por casi nadie. Perga sí, Perga la vio.

Él tampoco ha sido visto por casi nadie, pocos reconocerán su rostro cuando su cuerpo ya no cargue los pertrechos. Otros pocos conseguirán relacionar esa cara con su nombre de pila. Pocos saben quién es y ,a lo mejor, él como «los aislados» de Chiribiquete, tampoco querrá hacer contacto, entrar a engrosar los inventarios, las listas, los registros. Como ellos, quizás, no querrá ser visto a través de una marca: los incivilizados, los bárbaros, el guerrillero, el asesino.

Las fotos de Chiribiquete aquí expuestas, son imágenes capturadas por Perga durante sus travesías, usando una pequeña cámara de video. La resolución y textura de las imágenes son propias de esta cámara. Los encuadres elegidos por el fotógrafo, han sido respetados. Crónicas Desarmadas ha hecho una curaduría y edición final de las fotografías del autor para esta publicación .
Agradecemos a Perga, quien compartió generosamente parte de su historia y sus imágenes con nosotros durante un encuentro en la X Conferencia de las FARC-EP, en las Sabanas del Yarí.