I
Mi tío Cañitas
De la Sierra bajan las voces de quienes están por regresar
14/08/2017 Día D +256
Vereda
Pondores
Municipio
Fonseca
Departamento
La Guajira
Mi tío Cañitas
El paso lento de la mula era azuzado por el viejo. Él la halaba con fuerza mientras miraba en derredor temiendo corroborar, en la negrura del monte, la aterradora posibilidad de encontrárselos detrás cualquier ceiba. Al principio, cuando la abuela le dio la bendición y le besó las manos, Cañitas iba sentado como un jinete, apaleado pero digno y con el espinazo derecho. Al poco tiempo de andar alejándose del pueblo, la cabeza se le fue descolgando sobre su pecho como si la sostuviera sólo un hilito y daba tumbos largos a cada paso de la bestia.
Más arriba del arroyo, los oyeron antes de verlos. Eran dos y, aunque hablaban en susurros, sus voces llegaron hasta los oídos del viejo, quien se detuvo en seco y sintió la cabeza de la mulas casi rozando su espalda. Volvió la vista hacia Cañitas tratando de decirle con los ojos que se mantuviera callado, que no respirara si no era necesario, él sólo levantó un poco la cara y no musitó palabra. Rodearon a los dos soldados que estaban conversando mientras hacían la guardia, ellos no se dieron cuenta que el que andaban buscando pasaba casi entre sus piernas.
Cañitas parecía una masa de carne que vibraba; el viejo le tocó el pecho y la barriga, ardía consumido en fiebre. Con esfuerzo trató de bajar a su hijo para tenderlo en el suelo, pero mientras lo hacía, temió que después de acostarlo sobre la tierra no le alcanzaran las fuerzas para volver a ponerlo sobre el lomo de la bestia. Tomó una cabuya larga que tenía en la cintura, amarró al muchacho con fuerza a la mula y se alejó, monte adentro. Cuando volvió, la mula lo miraba con reproche, él bien sabía que no son estúpidos esos animalitos, debió pensar que la había dejado ahí, abandonada con un muerto amarrado a las costillas. El viejo le dio a mascar unas hojas a Cañitas y otras se las frotó con fuerza en la espalda; el pañuelo húmedo se lo puso en el amasijo roji- negro en que había quedado convertido su ojo de tanto golpe que había recibido.
Andaron y andaron entre la maleza renegrida gracias a que la luna era sólo un cachito. Subían y bajaban y a veces el viejo sentía que entre los árboles había ojos mansos que los miraban andar. En un momento alcanzó a sentir el golpe amargo del olor de las hojas de coca siendo tostadas, seguro no estaba lejos un caserío de los indios, seguro los vigilaban al pasar por sus tierras, en silencio, sabiendo que huían. Las trochas fueron duras y el camino fue largo, pero finalmente el viejo consiguió que al amanecer arribaran a Fundación, otro pueblo en las estribaciones de la sierra. Desde allí, así estuviera medio muerto, Cañitas tenía posibilidades de recuperarse para seguir solo el camino a Barranquilla, a donde debió llegar; aunque ni el viejo, ni nadie, volvió nunca a saber de él.
Esa misma noche, abajo, en el pueblo, la puerta de la casa del abuelo se abría de un golpe fuerte de culata. La abuela se desmayó y el muchacho, aquel que ese día muy borracho se había alojado en la casa, vio los fusiles frente a su cara. Gritaban, daban órdenes y hacían retumbar sus botas sobre el suelo. Al muchacho lo halaban con fuerza hacia afuera hasta que la voz femenina sonó más fuerte que la de los hombres.
Allá donde yo me crié, en esa época los del pueblo éramos todos guerrilleros, eso decían ellos, por eso no podíamos usar botas de caucho, tan útiles para los trabajos del campo, porque el que las usaba era un guerrillero declarado y cargaba con la suerte de uno en un lugar y un momento donde la cacería contra los muchachos de la guerrilla estaba en marcha y hacía que todos en el campo tuviéramos una diana pegada a la espalda.
Yo no era un guerrillero, era aquel niño de 10 años. Mi tío Cañitas tampoco lo era, pero decían que sí, que él sí. A él se lo llevaron los soldados junto a otros tres del pueblo. No sabíamos más. Había un teniente que se había enamorado de mi tía, la profesora del colegio. Entre sus frases y promesas de amor, el teniente le dijo a mi tía que su hermano, mi tío Cañitas, estaba siendo torturado, que seguramente lo matarían porque estaba ya tan maltrecho que no convenía entregarlo, por los derechos humanos y todo eso. Nosotros, los más pequeños, no oímos la noticia que traía la tía, pero el peso de la información se sentía por toda la casa. El abuelo agarró tanto papel como pudo y se fue de casa en casa por el pueblo haciendo que la gente pusiera su firma en la línea punteada para exigirle al ejército que entregara a los hombres que se había llevado de sus casas. Con las firmas bajo el brazo, el abuelo consiguió que un señor lo sacara a la carretera troncal en su camioneta, luego se subió a un bus y finalmente llegó al Batallón La Popa.
Eso dijeron los del Batallón, pero todos veíamos al ejército desde hacía más de seis meses. Después del último ataque que la guerrilla le había hecho a la policía, el ejército entró y tomó el mando. Veíamos helicópteros que levantaban remolinos de tierra cuando se elevaban o aterrizaban y soldados que andaban armados por las callecitas sin pavimentar.
El abuelo volvió a la casa con las manos vacías, pero mientras la abuela y la tía lloraban con desconsuelo, las firmas debieron remover algo entre el ejército. Yo imagino la llamada desde el batallón hacia el mando en el pueblo.
Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando los vimos bajar. A mi tío Cañitas lo traían como un trapo viejo colgando entre cuatro soldados. Extendieron el papel en el que decía que lo recibíamos sano y salvo, sin rasguño alguno, el abuelo o alguien firmó mientras mi hermano, dos años mayor que yo, fue corriendo por la mula. Nosotros lo sosteníamos desde abajo y yo miraba con insistencia su cara, ese bulto negro oscuro que debía ser su ojo. La abuela torció con un sólo movimiento el pescuezo del pollo y lo puso a hervir para darle un caldo de esos que “levantan muertos”. Otra vez la voz del teniente se oyó en el oído de mi tía, le dijo que debían sacarlo esa misma noche, que si se quedaba los soldados lo matarían haciéndose pasar por paramilitares o lo que fuera, pero que seguro mi tío no llegaba vivo al amanecer.
Esa época en la finca fue dura, los adultos de la familia no podían bajar al pueblo, porque era riesgoso; a lo mejor los capturaban, los llevaban presos y ya no los volvíamos a ver. Así que a nosotros, a mi hermano y a mí, nos tocaba hacer los mandados y buscar lo que hiciera falta. Los soldados, que habían quedado tan molestos por lo de Cañitas, que de un momento a otro se esfumó como un fantasma, habían agarrado la casa, nuestra casa en el pueblo, como base militar. En esos días comenzó el asedio a nosotros, los más jóvenes.
Todo eso pasaba y uno iba creciendo viéndolos a ellos, a los soldados, como unos enemigos. Cuando mi hermano tenía ya sus 16 años, tomó la desición y se fue para el monte con otros seis muchachos del pueblo. Ahora sí era cierto, éramos la familia de un guerrillero. Ese era un secreto que debíamos guardar para evitar que aumentara la persecusión contra nosotros, pero la inteligencia militar funciona, ellos ya sabían en qué andaba mi hermano, así que todos nosotros éramos objetivo militar. Mis tíos estaban reseñados como milicianos, ya ninguno podía bajar al pueblo. Parecía que no había más camino que el que mi hermano había tomado, no tardé mucho en tomarlo también yo.
El paquete
En un cruce de caminos, una pareja joven espera mirando con rigidez a lado y lado. Tras unos minutos un hombre llega a su encuentro, se miran, se reconocen e intercambian santo y seña. La mujer extiende el paquete envuelto en frazadas. El hombre lo ojea, parece no entender, pide a la pareja que lo esperen y se aleja apresurado para hacer la llamada desde el teléfono público de la tienda.
Cuando uno ingresa aquí, siempre piensa que no se va a quedar toda la vida en la montaña, siempre, porque nuestro propósito es lograr un objetivo que no está aquí en en el monte, está afuera. Ese pensamiento a nosotros nos marcaba el futuro, nos hacía pensar que, seguramente más adelante, íbamos a tener la posibilidad de tener una familia, pero en medio de la guerra no, eso es un error. Yo le decía a mi compañera: qué vamos a hacer con tener un hijo en este momento donde nosotros no lo vamos a poder criar, no lo vamos a poder tener. Pero pasó, ella quedó embarazada en pleno gobierno de Uribe*, en plena guerra.
La barriga crecía y crecía y también la intensidad de los operativos. Llegó el momento en que a ella le costaba caminar entre el monte, pero yo cargaba una unidad muy cohesionada y los muchachos me colaboraban con la dotación de ella y con la dotación mía, porque algunas de sus cosas las cargaba yo en medio de la marcha para que ella se moviera un poco más liviana. Era muy difícil, el ejército rondaba por cielo y tierra y nosotros no podíamos movernos tan rápido como hubiéramos querido.
Como a los tres días después de que le dieron “el paquete” llamé al hombre, entonces él ya comenzó a comprender que el niño era hijo mío y no me preguntó más. Lo que hice después fue para no causarle problemas al niño, ni causarle problemas al que lo tenía, no quería causar problemas por ninguna parte, así que me le perdí. Es que los riesgos se multiplicaban si lo seguía llamando para preguntarle todos los días cómo estaba el niño. Me le perdí. Le mandé una nota por otro lado y le dije que se rompía toda clase de contacto, que yo después me iba a comunicar, que algún día lo iba a contactar.
Pasó el tiempo y después de año y medio la cosa se calmó un poco y nosotros pudimos hacer contacto con el niño otra vez y ahí mismo comenzó la persecución. Él corría riesgo allá porque la inteligencia militar estaba asediándolo, así que tuve que hablar con la gente que lo tenía y pasar el hijo para Venezuela.
Cuando él niño cumplió los 4 años ahí sí tuve la oportunidad de traerlo donde estábamos nosotros. Pude conocerlo y ya se fueron como calmando las cosas. Ahora que todo está mejor, mi hijo está estudiando en Santa Marta pero nosotros decimos que todavía no está nada ganado, todavía las cosas están por hacerse, apenas está todo comenzando, el peligro sigue y todavía no es tiempo de que él esté con nosotros.
Los Mellos
Eran igualitos los dos, igual de morenos, igual de gruesos y fibrosos, pero había diferencias que notaba quien los mirara con atención, aunque después de aquello ya no debían mirarlos más que de reojo. Uno tenía un gesto dulce y risueño, el otro se veía lacónico, parecía siempre observando, anotando mentalmente cosas que no podía decir. Al salir de la casa ese día, iban muy juntos uno del otro, la mamá delante de ellos, escudándolos con su cuerpo como si no fueran más furiosas las balas de los que los espoleaban hasta hacerlos parar en medio de la plaza. Debían decirlo, primero suavecito y luego a gritos, decir lo que eran:
Después del ataque donde salió herido mi papá, lo mandaron a hacerse operaciones y tratamientos, porque ese hueso, el radio creo que se llama, le había quedado como un puñal y cada vez que él asentaba la pierna, lo cortaba desde adentro. Aunque el pueblo estaba controlado por los soldados y esa otra gente, mi papá andaba por ahí, por lo de su salud. Una vez nosotros caminábamos por la calle y lo vimos a lo lejos.
Mi mamá no quería, tenía otros planes para nosotros, ella quería que nosotros continuáramos los estudios, pero mi padre dijo: no, me los llevo para la guerrilla, y nosotros aceptamos.
Un día relevaron a la unidad que hacía guardia en el pueblo, mi mamá se enteró de la llegada del helicóptero que venía a recoger a los soldados y, aprovechando la oportunidad, a media noche nos levantamos y nos fuimos. Sin nada encima, salimos de la casa de mi madre. De eso hace ya casi 10 años. A las 17 horas llegamos al campamento, los muchachos ya sabían que íbamos en camino y nos estaban esperando. Regresaba un par de guerrilleritos a las filas.
Con furia llueve en el valle que se extiende a lo largo de la ribera de los ríos que nacen arriba, en las montañas nevadas que miran al mar. La lluvia ha silenciado el croar de las ranas macho que llaman con insistencia a las hembras. Ahora suena el crujir ensordecedor de truenos que se solapan y, tras pocos segundos, el cielo se enciende con las chispas intensas que alcanzan a revelar, atrás, una hilera de montañas.
Cuando la lluvia va amainando y los relámpagos ya sólo se ven lejanos y espaciados, alcanza a intuirse el sonido de las pisadas delicadas de los guerrilleros que se mueven entre las casitas de cartón, rumbo a los cambuches * donde aún duermen. Camina a su caleta el sobrino de Cañitas; duerme la madre de aquel niño que espera en Santa Marta; hace guardia uno de los «mellos» sosteniendo su barbilla sobre la boca del fusil que está por abandonar. Lejano suena el rumor de un vallenato triste en el campamento donde la gente espera. Volverán a casa, fundarán la propia. Los hijos del monte están por regresar.